Cuando hablamos de colesterol, tenemos la tendencia a pensar que produce ciertas enfermedades en las personas de edad avanzada. Todos hemos oído de algún familiar mayor, algún padre de algún amigo, o algún abuelo o abuela que ha padecido problemas por el colesterol.

Y ni por asomo se nos ha ocurrido pensar que es algo que nos pudiera suceder a los jóvenes. Pero el aumento del colesterol no es algo ajeno a las edades juveniles, e incluso infantiles, algo que, ciertamente, no se conocía hace cien años.

Y esto es tremendamente preocupante, ya que cuando sucede, el nivel de atención alimentario, y la constancia para llevar a cabo tratamientos farmacológicos debe ser imprescindible. 

Sin embargo, a veces es posible evadir el tratamiento farmacológico, si somos capaces de adecuarnos a una dieta que facilite la reducción significativa del colesterol.

Hablamos de colesterol, refiriéndonos a una sustancia bioquímica parecida a la grasa, que existe en cada célula de nuestro cuerpo, y que éstas suelen usar, entre otras cosas, para construir y mantener sus paredes celulares, es decir, el “armazón” de su “casa”.

Otras funciones asociadas a él, son por ejemplo, colaborar en los procesos digestivos, intervenir en la producción de la vitamina D, vital para la absorción del calcio, por ejemplo, y muchas más. 

Además, interviene en la producción de hormonas tan importantes como el estrógeno y la testosterona.

Hay dos tipos fundamentales (realmente bioquímicamente se dividen en algunos más, pero básicamente):

El llamado colesterol “malo” o LDL que se refiere a partículas de baja densidad por sus siglas en inglés (Low Density Lipoprotein), que recibe esta calificación porque su acúmulo es el que provoca el crecimiento de las placas ateroscleróticas en las arterias, cuyo crecimiento puede provocar trombosis (obstrucciones) que pueden ocasionar, entre otras muchas patologías, infartos al corazón.

El llamado colesterol “bueno”, o HDL, que son partículas de colesterol de mayor densidad (High Density Lipoprotein) y recibe este apelativo, porque ayuda a eliminar el otro tipo de colesterol, sacándolo de las arterias y llevándolo al hígado, para que éste lo pueda descomponer y eliminarlo del cuerpo.

Nueces:

Desde una perspectiva nutricional óptima, la adición de una cantidad apreciable de alimentos vegetales en la dieta, y hacer ejercicio de manera regular, son las formas más eficaces de mantener nuestra salud en general. 

Tal vez de los frutos secos más nutritivos entre todos los conocidos, son las nueces. Su riqueza en ácidos grasos omega – 3 colabora activamente en la elevación del colesterol HDL, lo que es muy beneficioso para enlentecer el crecimiento de las placas ateroscleróticas en las arterias. 

Aceite de coco:

Rico en grasas saturadas de cadena corta y media, hasta hace poco eran una de las principales enemigas de la salud, pero actualmente revalorizadas, son una fuente en realidad de salud para nuestro cuerpo.

La grasa saturada presente en este aceite ayuda a elevar el colesterol bueno, reduciendo el malo.

Por otro lado, este aceite constituye una fuente energética de incalculable valor, ideal para mantenernos durante todo el día con unos niveles energéticos óptimos. 

Semillas y aceite de cáñamo:

Son una magnífica fuente de ácidos grasos esenciales, que nuestros cuerpos no producen por sí mismos, por lo que es imprescindible que los incorporemos a través de nuestra dieta.

Los beneficios de añadir semillas de cáñamo en nuestra dieta, o tomar su aceite, nos ayudarán a mantener controlados los niveles de colesterol.

Además, el contenido en dichos ácidos grasos también ayudará a rebajar las tasas de grasas no saludables en nuestro cuerpo, evitando, así, la creación o aumento de las placas ateroscleróticas en nuestras arterias.